Mis manos hieden a lejía.
El espejo de su sombra, y la mía, es el tercero que nos
compete, aquel incierto desdén que se aleja y guiña, cual puta, la soberbia que
enmascara, hembra para mí, ca(r)b(r)ón para ella, silueta… Bah! Para que
engañarnos, hoy es de eso días en que nada poético cabe en esta nostalgia, en
que la prosa desesperada, es, sin más, un elogio transparente.
En lo alto del vicio acumulado de la humanidad se encuentra
la partícula arquetipo del hambre y similar a un crisol en dilatación extiende
la luz de un imperio, imperio de hombre, de fruta marchita, de democracia
serena y tedio, todo el tedio de la civilización con que oprimen la esperanza
de sus rayos, y ahí, en la sombría bóveda de un delgado fulgor yace él, ni siquiera
él, solo un poco de él, ante un monitor, y sin mucho éxito, arando el lenguaje.
Realmente solo piensa en lo caro de la hipoteca comparada con su deseo, en la
pegatina y la gorra que le hicieron perder la razón y en otras tantas
nimiedades que no le trajeron ni arte ni perfección, sabe de sobra que el arte
perfecto no es otra cosa que naturaleza, y detesta como nunca su ser vivo que
le ubica en la vorágine de la tristeza ancestral, piensa en cómo ha de alcanzar
el mareo y la delicadas mieles de la embriaguez cuando es abrigada por la razón.
No le queda más que seguir preguntándose
¿En qué objeto cabe la vida?
Concluye: Basta lo innecesario.
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