1. Paseo Laroideo.
Permanece intacta, como si formara parte de la escena de un
crimen, el banquillo que fue testigo, un plato con un mohoso trozo de pay, el
arma del diablo y la pesada densidad en el aire que envolvieron la desdichada
foto pericial. Retrate tan bien aquella ocasión, sonrisa magnánima, de aquellas
que infunden pavor, ojeras de lacre que escurrían de antros paradisiacos, cara
de sofisma revolucionario, un estupendo documento de barbarie que si es capaz
de hablar de historia.
A plena luz del día un vuelo de cristales rompió la
tranquilidad en aquella casa, y sin esperar un explicación, sino coherente, si
bastante bien estructurada, una parvada de singular mirar, me arropo cual niño
abandonado que cree necesitar cariño para no llorar, y no digamos más,
simplemente me arroparon con sus puntiagudas fauces y a resguardo de un albo
plumaje hicieron de mi un invalido gramatical, pude haberles contado tantas
cosas, contarles acerca de un ciencia arcaica, de los suntuosos palacios de
belladona, de los humos morados de lejanas tierras, pero nada interesaba a mi
palmípedo raptor, toda seña era ajena a su ovíparo lenguaje y de igual modo lo
escaso que podía articular en humana lengua era incomprensible, de su atuendo era
difícil definir su oficio, reconozco que volaba estupendamente y aunque no
contaba con experiencias previas de vuelo en ave le desee un buen día al
descender y obsequiando el pañuelo, que tanto insistió vistiera y que ahora ya
no concebía necesitar, me aleje de aquel singular taxista y su sequito sombrío.
2. Frutillas.
Se trataba de un paisaje similar a un recuerdo, apenas alce
la mirada se impuso ante mí una gran reja de hierros barrocos que guardaban un extenso
jardín, tan extenso como tedioso era aquel jardín, pude estudiarlo a la
perfección cuando transitaba el sendero que cruzaba de la calle a algún lugar y
cuyo único obstáculo parecía ser aquel hierro que se abrió inexplicablemente,
invitándome. Apenas hubo estado la totalidad mi cuerpo dentro de la propiedad el
cerco se esfumo, hora era de empezar la caminata, el espacio donde me
encontraba era de un tiempo homogéneo y vacío, fácil era extraviarse ahí si se carecía
de objetivo, incluso si el único posible era el salir de allí. Los paseos
eternamente nocturnos suelen ser despiadados sin la compañía adecuada, incluso comencé
a extrañar a mi plumífero conocido, podríamos no haber entablado una conversación
y a cambio de ello habríamos de gozar el ser un poco menos extraños, en esto y
pensamientos similares permanecí hasta que choque con un zarzal, de golpe me
ubique según mis cálculos en 1850. Una voz parda y colérica grito, con un
movimiento brusco me aparto del camino para continuar el suyo que ridículamente
llegaba a su término justamente frente a mí dándome la espalda, algo tiro de
mí, gire, era un viejecillo con dolores de gota que con voz suplicante
preguntome que turno tenía, sin dudarlo conteste: 45, su turbación se tornó en
pasiva tranquilidad replicando un “menos mal” encendió un pitillo, expuso el
asiento oculto en su bastón, tomo asiento y degustando el aun no prohibido
vicio me dijo: llegara el día que incluso castigarse sea prohibido por faltar
al Derecho. Detrás del milenario reducto de persona se iluminaban pálidamente
lamparillas de petróleo que dibujaban sombras de seres al parecer más vivos en
escala de grises; la dirección opuesta, a excepción de la nuca de quien me
empujara momentos antes no ofrecía un espectáculo distinto, estaba enfilado
hacía quien sabe dónde, pensé en romper la formación, correr hasta el frente,
enterarme de una vez por todas que le esperaba al individuo 45, no pude ¡no
pude carajo! Se impuso la social naturaleza, el vómito del ser pensante me había
respirado, varándome ahí, para también quien sabe qué.