miércoles, 17 de diciembre de 2014

Mesa

Mis manos hieden a lejía.

El espejo de su sombra, y la mía, es el tercero que nos compete, aquel incierto desdén que se aleja y guiña, cual puta, la soberbia que enmascara, hembra para mí, ca(r)b(r)ón para ella, silueta… Bah! Para que engañarnos, hoy es de eso días en que nada poético cabe en esta nostalgia, en que la prosa desesperada, es, sin más, un elogio transparente.

En lo alto del vicio acumulado de la humanidad se encuentra la partícula arquetipo del hambre y similar a un crisol en dilatación extiende la luz de un imperio, imperio de hombre, de fruta marchita, de democracia serena y tedio, todo el tedio de la civilización con que oprimen la esperanza de sus rayos, y ahí, en la sombría bóveda de un delgado fulgor yace él, ni siquiera él, solo un poco de él, ante un monitor, y sin mucho éxito, arando el lenguaje. Realmente solo piensa en lo caro de la hipoteca comparada con su deseo, en la pegatina y la gorra que le hicieron perder la razón y en otras tantas nimiedades que no le trajeron ni arte ni perfección, sabe de sobra que el arte perfecto no es otra cosa que naturaleza, y detesta como nunca su ser vivo que le ubica en la vorágine de la tristeza ancestral, piensa en cómo ha de alcanzar el mareo y la delicadas mieles de la embriaguez cuando es abrigada por la razón.

No le queda más que seguir preguntándose
¿En qué objeto cabe la vida?


Concluye: Basta lo innecesario.