Apoplejía. Si no es de ese modo no sé cómo describir mi
aguda pobreza de sensación, este latir apresurado que rompiendo todo paradigma
me recuerda lo que al parecer todo el tiempo espere, mi condición de hombre,
tanta búsqueda fuera de la entraña, cúmulos de herrumbre sináptica, pupilas
dilatadas, ojeras, autores disecados, bagatelas, y todo para encontrarme en la
humedad de una piel ajena tan desnudo, tan proteico, indignado, obtuso,
silencioso, acaso impasible.
Iris que se mira dilatarse, iris que miro mirarme, arco
de muerte arroja láctea la vía del cosmos liberador. Y tú, redentora, arroja de
la diestra tu arma fatal, muerde mi cuello, arráncame los labios y en tu
sepulcral belfo resuena el eco vez tras vez resumido. ¡Que vivo, que fugaz se
pierde el deseo, que voraz se atrapa el tocar! a lo mejor nos comprendemos
luego, a lo mejor nos alcanza Hermes y nos enseña a tomarnos bien, a poseernos
en pausa, a irritar porciones arcaicas tañendo los hilos del desenfreno hasta
escupir sangre.
Aprovecha la lucidez un descuido y le quita toda la
gracia de un tajo a este momento, no la maldigo, ni siquiera me atrevo a emitir
un juicio, no es falta de valor o habilidad, es una falla fisiológica que se
presenta, salir del trance es para mis ojos una dificultad eclipsal, la razón
da marometas y mis manos tiemblan, reconozco mis piernas, mis dedos, mi reflejo
en unos ojos. Agito la cabeza, golpeo mi sien, se disipa el coma.
Se ha ido, me he ido con ella. Quedan las masas que nos
pertenecen, las dunas húmedas en plena erosión secular; rodeo su forma, se
disuelve, me traspasa quedando en mí, alejándome con ella, varado en plana
avenida. Aun puedo distinguir su ilusión, le miro incisivo hasta perderle,
recorro su elemento, le quiero sin miramientos, sin discreciones la quiero,
finalmente, que pudor se puede tener cuando se carece de presencia, cuando sabemos que somos el pulso de esta
urbe que ansía morirse.