He de aceptar, sencilla, y
sin poesía; que nunca podre, acaso, sentir la muerte de manera solemne y
labrarme un buen epitafio, para entonces sabré demasiado, podre decir que no
hay lugar, ya no hay lugar, para ti en ésta alma moribunda.
Le habré desecho, me habrá
olvidado.
¿De quién soy llamándome
tuya? Con lujo te daría la piel que me habita, resucitaría la voz fatal del
recuerdo insípido que enfría mi calavera ¿A dónde has ido Ariel argento de mi
desvelo? Cubierto de herrumbre escucho tu razón dimitir, no puedo ya a tu oído
rezar la belleza, me acerco con cautela, y tu sirio me abrasa, y rezumo la víscera
caduca, y… y… ¿Es a través de una hermosa doncella que he de esculpir mi estampa
por siempre?
Cruel destino auguras poeta,
hombre inagotable, amado mío, los cielos te otorguen desatino y traición, un
amor, y la paz perpetua que solo la gloria del instante consiente. Exhumen los
laureles lo bello y en contemplación un vahído fatal me inhume tu entraña.
Dime sutil viento si nos ha
escuchado.
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